Ciclo /I/
Año impar
Textos:
1 Timoteo 2, 1-8
Lucas 7, 1-10
El día de ayer Domingo XXIV veíamos la importancia de la vida de fe en el creyente que debe ir acompañada de sus actos, el día de hoy nos encontramos con este pasaje evangélico que nos muestra con mayor profundidad lo que significa la vida de fe, que no puede limitarse simplemente a creer por creer, sino que implica una verdadera adhesión a Cristo. El caso se ve claramente en este Centurión que inmediatamente confía en la Palabra de Jesús , una Palabra que sana, una Palabra que transforma, que renueva al hombre en sí mismo,, una Palabra que es salvador totalmente.
La fe por tanto no consiste simplemente en dejar que las cosas pasen porque si, o creer que todo se arregla maravillosamente, o que deben suceder grandes portentos en la vida para que todo cambie. La vida de fe consiste en tener una total adhesión a Cristo y con ello confiar en su Palabra salvadora, una Palabra que es capaz de cambiarlo todo, de renovarlo todo, de iniciar una nueva creación.
Pero el problema es que al hombre contemporáneo no le gusta la Palabra, su fe no se basa precisamente en esa realidad, sino que busca afianzarse a otras cosas que no son precisamente la fuerza de la Palabra. El hombre de hoy se afianza en una oración, en el agua bendita, en la imagen de un Santo, que en sí mismas no son malas, en cuanto que pudieran llevar al encuentro con Dios, pero el problema, es que no son conductos de Dios, sino la meta, y no buscan más, y sobre todo no son capaces de ser receptores de la Palabra.
Y es que la fe surge de la escucha asidua de la Palabra. Si Abraham tuvo fe, se debió a que escucho la Palabra, si los profetas aceptaron la misión de anunciar y denunciar, se debió a la fuerza de la Palabra. La Palabra es la fuerza, el motor que los pone en marcha, que los impulsa para seguir adelante. La Palabra es la que se vuelve en esa energía para transformar todas las estructuras del mundo y del hombre mismo, da fuerza, discernimiento, renovación, da aquello que el hombre necesita para salir adelante.
El problema es que en un mundo tan bombardeado de palabras, la verdadera Palabra no tiene lugar en nuestra historia. Y por tanto nuestra fe se desgasta porque en realidad la queremos alimentar con paliativos, la queremos sostener con cositas sueltas por la vida, pero en realidad no la queremos sostener con fuerza que viene de Dios. La dejamos a medias, sin comprometernos, sin tomarla en serio y por tanto sin dejarnos renovar por ella.
La fe se vuelve entonces en una realidad que debe transformar y hacer cada día al hombre más comprometido y siempre nuevo. Porque si sólo hacemos lo de siempre, si sólo aceptamos a Dios de repente, si sólo reducimos nuestra fe a algunas ‘cositas’, y no escuchamos a dios, si su Palabra no nos modela totalmente entonces nuestra fe es frágil y sin sentido, por eso deberíamos decir con el centurión: «No soy digno de que entres en mi casa, una Palabra tuya bastará para que mi siervo quede curado.»
De hecho esas palabras las decimos antes de comulgar en cada Eucaristía porque en realidad queremos que su Palabra y su sacramento nos renueven cada día y hagan de nosotros personas totalmente nuevas. Por eso las repetimos para recordar que necesitamos siempre de Dios y de su Palabra transformante y sobre todo del compromiso que no consiste simplemente en ponerse en frente y comulgar, sino en permitir que su Palabra entre y me haga distinto, de lo contario es una fe estéril, incapaz de escuchar, o peor aún, es una vida que realmente no tiene fe auténticamente cristina.
La fe por tanto no consiste simplemente en dejar que las cosas pasen porque si, o creer que todo se arregla maravillosamente, o que deben suceder grandes portentos en la vida para que todo cambie. La vida de fe consiste en tener una total adhesión a Cristo y con ello confiar en su Palabra salvadora, una Palabra que es capaz de cambiarlo todo, de renovarlo todo, de iniciar una nueva creación.
Pero el problema es que al hombre contemporáneo no le gusta la Palabra, su fe no se basa precisamente en esa realidad, sino que busca afianzarse a otras cosas que no son precisamente la fuerza de la Palabra. El hombre de hoy se afianza en una oración, en el agua bendita, en la imagen de un Santo, que en sí mismas no son malas, en cuanto que pudieran llevar al encuentro con Dios, pero el problema, es que no son conductos de Dios, sino la meta, y no buscan más, y sobre todo no son capaces de ser receptores de la Palabra.
Y es que la fe surge de la escucha asidua de la Palabra. Si Abraham tuvo fe, se debió a que escucho la Palabra, si los profetas aceptaron la misión de anunciar y denunciar, se debió a la fuerza de la Palabra. La Palabra es la fuerza, el motor que los pone en marcha, que los impulsa para seguir adelante. La Palabra es la que se vuelve en esa energía para transformar todas las estructuras del mundo y del hombre mismo, da fuerza, discernimiento, renovación, da aquello que el hombre necesita para salir adelante.
El problema es que en un mundo tan bombardeado de palabras, la verdadera Palabra no tiene lugar en nuestra historia. Y por tanto nuestra fe se desgasta porque en realidad la queremos alimentar con paliativos, la queremos sostener con cositas sueltas por la vida, pero en realidad no la queremos sostener con fuerza que viene de Dios. La dejamos a medias, sin comprometernos, sin tomarla en serio y por tanto sin dejarnos renovar por ella.
La fe se vuelve entonces en una realidad que debe transformar y hacer cada día al hombre más comprometido y siempre nuevo. Porque si sólo hacemos lo de siempre, si sólo aceptamos a Dios de repente, si sólo reducimos nuestra fe a algunas ‘cositas’, y no escuchamos a dios, si su Palabra no nos modela totalmente entonces nuestra fe es frágil y sin sentido, por eso deberíamos decir con el centurión: «No soy digno de que entres en mi casa, una Palabra tuya bastará para que mi siervo quede curado.»
De hecho esas palabras las decimos antes de comulgar en cada Eucaristía porque en realidad queremos que su Palabra y su sacramento nos renueven cada día y hagan de nosotros personas totalmente nuevas. Por eso las repetimos para recordar que necesitamos siempre de Dios y de su Palabra transformante y sobre todo del compromiso que no consiste simplemente en ponerse en frente y comulgar, sino en permitir que su Palabra entre y me haga distinto, de lo contario es una fe estéril, incapaz de escuchar, o peor aún, es una vida que realmente no tiene fe auténticamente cristina.
PADRE, antiguamente este Centurión se distinguió, entre otras excelentes virtudes, por ser diferente a la mayoría de los romanos. En la actualidad, en Roma, ¿hay un alto porcentaje de "Centuriones"? ¿Abundan? O quizás allá es igual que en México. (Pensando que en el Vaticano, está la sede de nuestra religión.
ResponderEliminarSALUD Y PAZ AÑORADO PADRE.
Querido Padre Esteban:
ResponderEliminarCuánta verdad sea dicha de usted en esta homilía. La verdadera fe nos transforma y nos lleva al encuentro con Dios mismo, vivo y verdadero.
La palabra de Dios es alimento para el alma y nuestro espíritu.
Cuando la palabra de Dios la hagamos nuestra, como el pan de cada día, entonces podremos decir que somos personas nuevas, dignas de su amor.
Así nuestra fe será fuerte y podremos decir "una palabra tuya bastará para que mi ciervo quede curado"
Gracias, muchas gracias por sus enseñanzas querido Padre