13/6/10

Nuestros errores

Meditación con motivo del XI Domingo de tiempo Ordinario
Ciclo /C/


Textos:
2 Samuel 12,7-10.13
Gálatas 2,16.19-21
San Lucas 7,36-8,3


Dentro de la psicología del hombre está la resistencia a aceptar sus errores, puesto que generalmente nos gusta alardear y contar cosas que son buenas y favorables, pero casualmente cuando se equivoca, sabe que no siempre hace las cosas bien y es mejor disculparse para pasar como alguien que es perfecto delante de los demás. Puesto que eso nos da una buena imagen, nos ayuda a que los demás nos acepten e incluso a tener una autoridad, cosa que viene en detrimento si fuéramos capaces de aceptarlos seriamos vulnerables y un blanco fácil para los demás. Podríamos decir incluso que es un mecanismo de defensa para no ser atacados y en cierta forma no dejarnos manipular y estar bien delante de los demás.
Sin embargo el no aceptar nuestros errores implica que no somos capaces de aprender de ellos, pues los olvidamos o incluso culpamos a otros; y ello implica que truncamos el crecimiento de nuestra historia. A veces preferimos no reconocerlo, aún en detrimento de otra persona o nuestra relación con ella. Reconocer nuestros errores ciertamente no es fácil, puesto que eso nos hace débiles delante de los demás y de nosotros mismos. Pero todo ello puede llevarnos a una soberbia sin medida. Pero si somos capaces de reconocerlos nos ayuda a mejorar y a comprender que somos limitados y que no es posible hacerlo todo. Sobre esta dificultad parece hablarnos la liturgia del día de hoy.
En la primera lectura podemos observar a David que siendo Rey se ha dado la libertad de tomar a la mujer de Urías y con el fin de no aparecer como culpable, de no hacer público su error ha preferido mandar matar a Urías. Se puede ver presiente como él quiere estar bien con los demás, el no reconocer las faltas, no solo lleva a negar los errores, sino a esconderlos aún asesinando al otro. Pero esto no puede quedar así, por ello Dios que conoce todo le hace ver a David, no simplemente su pecado, no simplemente el haber matado a Urías, sino la Raíz de todo, su soberbia, de no querer reconocer su culpa.
Vemos un poco este pasaje: «Yo te ungí rey de Israel y te libré de las manos de Saúl; te entregué la casa de tu señor y puse a sus mujeres en tus brazos…» Antes que nada Dios le recuerda quien es él, de donde ha venido, sus orígenes, pues si ahora es Rey, si ahora es capaz de gobernar no es porque él sea perfecto, es porque todo es un don de Dios, es Dios quien lo puso ahí, no son sus méritos, no son sus dones, no son sus logros, no es él, es Dios. Y si todo es un don de Dios, entonces todo lo que se hace se debe de vivir desde la dinámica de Dios, pensando qué es lo que Dios haría.
A continuación, una vez que le recuerda que todo tiene por origen la fuerza de Dios, le hace ver su culpa: «¿Por qué entonces has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que es malo a sus ojos? ¡Tú has matado al filo de la espada a Urías, el hitita! Has tomado por esposa a su mujer, y a él lo has hecho morir bajo la espada de los amonitas.» De un modo dramático Dios le hace ver su culpa. No es sólo una sentencia acusadora, no sólo es un regaño, sino que es un lamento de Dios al ver la montuosidad que ha hecho David, es el lamento al ver que no se ha valorado adecuadamente lo que Dos le da, y descubrir como lo ha despilfarrado. El problema de David es que ha olvidado que su realeza es un don de Dios y se cree con la capacidad de hacer todo, sin tomar en cuenta a los demás, e incluso abusar de los demás, cuando es el mismo Dios quien le ayudo y lo salvó de los abusos de los demás.
Podemos descubrir en este texto como el hombre puede ser tan soberbio y por lo tanto no reconocer sus fallas que puede incluso destruir la vida de lo demás. David en su afán de ser el bueno, dejo que el poder lo llenara al punto de abusar del pequeño, y de destruirlo con el fin de no demostrar que él se equivoco y seguir aparentando que es bueno, e incluso tener una buena imagen delante de todos aunque sea un asesino. Con tal de no perder su imagen, de no perder su poder, es capaz de todo. Pero eso provoca el lamento de Dios, pues olvido sus orígenes, olvido su vida, olvido su historia, se olvido de Dios; sólo se ha colocado en el centro sin importar que pueda sucederle a otros, mientras que su reputación no sea manchada.
Cuantas veces nosotros somos así, preferimos hacer cantidad de cosas para que nuestra reputación no quede manchada. Cuantas veces podemos mentir, culpar a otros para que parezcamos los buenos, incluso podemos dañar la reputación de los demás para que yo no quede destruido. Se puede incluso ver como destruimos nuestras relaciones con los demás para demostrar que somos nosotros los que y tenemos siempre la razón. Cuantos noviazgos, amistades, matrimonios se han roto por la soberbia, por no querer aceptar un error, o no querer decirle al otro que lo necesitamos. Este es el problema de fondo. No queremos mostrar que fallamos, y queremos ser superiores a todos.
El camino más adecuado sería precisamente el arrepentirse y cambiar de vida, ser humilde para reconocer la falla y comenzar a enmendar todo de nuevo, sin pretender creerse bueno. Sobre esto nos habla el texto del evangelio de hoy, profundizando esta idea a la luz del mensaje de Cristo. Podemos contemplar a esta mujer que es pecadora, pero que al reconocer a Jesús, va hacia su encuentro y llena de contrición comienza este extraordinario ritual de arrepentimiento. El problema no es la mujer, pues finalmente ella reconoce su vida, reconoce su culpa, el problema está en el otro personaje que aparece en este relato que es el fariseo, que al ver la escena simplemente piensa entre sí: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!»
Este fariseo no es capaz de entender a la mujer, no ve en ella un signo de arrepentimiento, sólo se limita a enjuiciarla viendo su condición. El problema es que él se cree muy bueno y no es capaz de descubrir que él también tiene pecado, que él también falla. Sólo se dedica a ver que todos son malos, que todos son pecadores, pero no se ve a sí mismo. Este es un problema enorme de soberbia, pes no sólo no quiere reconocer sus fallas, sino que ve las fallas de los demás y las hace enormes, los enjuicia y hasta los condena. En cambio la mujer sí que ve sus errores, sin decir nada, sólo llora a los pies del maestro, sólo llora su pecado, y llora con dolor. Podemos ver así retratados en el evangelio dos actitudes contrapuestas: u n hombre que se cree bueno y capaz de juzgar, y una mujer que ve sus errores, y pide perdón en medio de sus lágrimas.
Reconocer los errores implica humildad, y sobre todo actitud de cambios, no sólo implica decir que nos equivocamos, sino ver por qué lo hicimos y sacra una lección de ello para no repetirlo, pues finalmente somos humanos, somos frágiles, nos equivocamos, pero lo importante es precisamente que podemos cambiar y corregir las situaciones de la vida iniciando un cambio nuevo, así como esta mujer, siendo sinceros y transformando nuestra vida, dejando de lado esa soberbia que nos limita. Y pi otro lado dejemos de estar viendo sólo nuestra imagen, y no seamos como David, ni como el fariseo, que es sólo juez de los demás, sin ver su propia realidad.
Así como Dios ha llamado la atención a David, así también a nosotros nos llama la atención hoy, nos invita a recordar que nuestra vida es por Él, no por nosotros y esto debe de ayudarnos para cambiar y ser mejores personas. Veamos quienes somos, por qué fallamos y comencemos una nueva vida, que es posible por el Perdón que nos da Jesús, y salir en medio del mundo confortados por las palabras que recibió aquella mujer y que nostros recibimos también: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»

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